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CARISMA DE LA ORDEN DE LOS MÍNIMOS.

Un carisma  de vida que invita a la conversión radical obstruyendo una vida de desenfreno y desorden en una  sociedad sumergida en el odio, en la indiferencia, en el egoismo, en el relativismo, en la avaricia, individualismo e indiferencia entre otros, que divide la comunión con el prójimo, CONSTRUYENDO el Reino de Dios.

Los Religiosos Mínimos viven por los votos  el carisma de la penitencia evangélica, asemejándose a Cristo para alcanzar la perfección y dar el testimonio específico que hoy les pide la Iglesia. (Const. 13)

El carisma específico de la Orden  de los Mínimos se identifica con la penitencia evangélica tal como lo presenta la cuaresma de la Iglesia. (R.I. No. 31)

Pero ¿qué hombre encuentra hoy la propuesta de la Orden de los Mínimos? Es un hombre que a menudo se deja llevar por el mito de la autosuficiencia y aparece concentrado sobre sí mismo y sus necesidades. Y no obstante este mismo hombre siente también la exigencia de ir más allá de esta dimensión y busca afanosa y confusamente algo más profundo. A pesar de mostrar en apariencia que vive bien entre ciertos lazos, con los cuales voluntaria o incoscientemente se ata, siente una interior y profunda necesidad de liberación

Para este hombre, S. Francisco de Paula se propone como una llamada a la interioridad y no al intimismo. Sugiere con su existencia que para reencontrarse a sí mismo, para responder a la necesidad de felicidad que hay en cada uno, es necesiario recorrer los caminos del desierto, entendido no sólo como lugar geografico, sino como estilo de vida hecho de dominio, autodisciplina y silencio, capaz de penetrar y organizar la vida cotidiana.

La postura penitencial no es postura mortificante que mata la vida y la condena. Es, por el contrario, la asunción de la vida en sus más duras manifestaciones. Es capacidad de confrontarse con la realidad cotidiana de las cosas y de las personas, así como realmente son y no como las soñamos. La espiritualidad cuaresmal presenta la penitencia como capacidad de amar hasta el fondo, de morir cada día, de luchar para que la vida sea libre y plena. Es la capacidad de hacerse cargo del sufrimiento de los demás, de hacer el mismo camino con quien sufre, con quien busca, con el hombre que vive en las distintas clases de pobreza.

 

Los Mínimos, como fieles intérpretes de S. Francisco de Paula, están llamados a vivir de manera creativa y fresca las Bienaventuranzas evangélicas, en la sencillez y radicalidad, testimoniando a nuestra sociedad, dominada por el tener, que verdaderamente se puede "ser" y que la felicidad no la dan las cosas sino el encuentro con Cristo vivo, Señor de la vida, y el servicio a los hermanos.

Es en la fidelidad a la oración cotidiana, personal y comunitaria, que fue la primera experiencia espiritual de S. Francisco y que permanece siempre como una necesidad fundamental para todos, donde los religiosos Mínimos encuentran la fuerza y las razones para dar este testimonio que parece rayar en lo imposible. La oración, que en toda la tradición de la Iglesia, expresa el abandono total y confiado en Dios, es, en efecto, la respuesta a Dios del hombre que cree y que proyecta en Él el sentido último de su existencia y de su acción, y que encuentra, por tanto, en Él la fuerza para cumplir cuanto Él mismo nos encomienda.

 

PROPUESTA PENITENCIAL PARA LA ACTUALIDAD SEGÚN SAN FRANCISCO DE PAULA

 

¿Qué penitencia propone entonces Francisco para nuestro mundo de hoy? Por supuesto la penitencia, pero no por sí misma -como una penitencia que negara el aprecio innato que siente el hombre por la vida-, sino como un deseo interior de favorecer el bien y la felicidad, y por tanto, como resorte que dignifique la misma vida. De modo que si en la práctica de la penitencia aceptamos la mortificación, ésta la aceptamos como experiencia inevitable para corregir los flancos negativos del hombre, que antes o después se vuelven contra la vida auténtica. Así que en verdad es posible hablar de distintos significados de la penitencia.

 

Penitencia como disponibilidad para autocuestionarse. Todo el que admite que Dios tiene un proyecto sobre la historia humana y para cada hombre en particular, acepta tranquilamente tener que cambiar su propia vida en todo aquello que no encaje con el evangelio de Jesucristo. Semejante cambio exige sacrificio al hombre. Es en este sentido en el que se habla de la penitencia como disponibilidad para examinarse, con la convicción -típicamente evangélica-, de que los cambios auténticos parten siempre de la conversión del corazón. Se está plenamente persuadido de que “si cambio yo, cambia el mundo”. Y esto es muy importante dentro de un contexto pluricultural, tan insidioso para la defensa de nuestras raíces cristianas. De hecho, desgraciadamente hoy no es fácil encontrar cristianos convencidos y responsables, dispuestos a vivir con total fidelidad el evangelio, a inspirar en él sus decisiones y comportamientos. Se constata por todas partes el drama de la separación entre fe y vida, reduciendo la primera tan sólo a meras prácticas religiosas, que no pocas veces son por tradición y folclore, y dejando la otra desamparada de principios y actitudes que vengan de la fe. Un cristianismo basado únicamente en ritos y prácticas religiosas no puede sostenerse en una sociedad como la nuestra, ya que uno queda en desventaja respecto de quien profesa otro credo y vive en coherencia con él. Hemos de medirnos con la vida, yendo a ella con los principios que se desprenden del evangelio.

 

Penitencia entendida como disponibilidad para sacrificarse a fin de conseguir valores en los que creemos (paz, justicia, progreso, reconciliación, perdón). Los valores que queremos poner como fundamento de una nueva sociedad no son maná que cae del cielo mientras nosotros dormimos, sino que han de obtenerse a través de la lucha y el sacrificio. Trabajar para construir un mundo distinto al que tenemos, cuesta; por eso no hay que rendirse ante las primeras dificultades. Tenemos que estar bien convencidos de ello para no caer en el descorazonamiento. Además, como cristianos, hemos de asumir que hoy nuestros propios valores ya no son un elemento más dentro del actual pluralismo cultural. A pesar de las raíces cristianas de nuestros países, hoy nuestros valores hay que volverlos a proponer con tesón y a través de un testimonio coherente de vida. Todos sabemos de qué modo se opone a ellos el laicismo dominante, que ha hecho de ellos el blanco y el enemigo a combatir. Véase en ello la importancia de una nueva evangelización.

 

Penitencia como disponibilidad a privarse de algo para salvaguardar un bien objetivo. En este sentido la persona está dispuesta a privarse de algún bien o alguna satisfacción incluso legítima, con tal de afirmar la primacía de determinados valores por encima del consumo de bienes y provechos personales. En efecto, existe una jerarquía de valores que la penitencia subraya y defiende, tanto a nivel personal que comunitario.

          

  - A nivel personal, para allanar el camino del bien. En este sentido el ayuno, la abstinencia, la sobriedad de vida se aceptan como medios para educar la voluntad y ser así dueños de nuestros instintos. Al elegir la mortificación se afirma el señorío de la razón por encima del de los sentidos, ya que para nosotros los cristianos aquélla ha de ser educada incluso desde la fe. Se pretende así quedar libres de los condicionantes que originan las cosas y los sentimientos. Sabemos que alcanzar este objetivo exige sacrificio. Hay que estar bien convencidos de ello para no desalentarnos o caer en la falta de constancia.

           

 - A nivel comunitario se eligen determinadas formas de privaciones colectivas y públicas para afirmar el valor de ciertos bienes comunes; con el fin de conseguirlos las personas han de saber luchar y afrontar con serenidad determinados sacrificios. Pensemos por ejemplo en el ayuno que se hace para llamar la atención sobre tantos atentados a la ecología, a la paz, al ejercicio de la libertad con relación a los demás. Muchas veces la privación de los bienes necesarios, como puede ser el comer o beber, o tener una propria casa, asume tono de contestación o de protesta con el fin de conseguir determinados objetivos.

         

Penitencia como disponibilidad a compartir. Este es un aspecto que da pie a que hay una verdadera comunión, ya que para amarse y vivir la comunión hay que ser penitentes. La vida en comunión exige necesariamente que uno acepte al otro al que se le reconoce la misma dignidad y la misma capacidad de buscar la verdad y por tanto, de poseer -como todos-, fragmentos de verdad. Y esto no se puede realizar sin un obligado y recíproco sacrificio por parte del que elige vivir con otros. El amor verdadero es un don, pero para que madure necesita penitencia, sacrificio, humildad.

          

Penitencia como disponibilidad para afirmar a uno mismo y a los demás la primacía de Dios sobre todos nuestros esfuerzos para alcanzar el bien. Es la primera forma de penitencia que todo creyente ha de asumir, en cuanto que de ella depende todo lo demás. Sin embargo para reconocer que necesitamos de Dios para construir nuestra historia hay que ser humildes y penitentes, para aceptar que sin Él nada bueno puede hacer el hombre. Semejante acto de humildad da origen a la oración, que -como dice San Francisco-, “llega allí donde la carne no puede”. Es Dios quien, más allá de nuestros esfuerzos, realiza todo bien. Por eso el creyente sacrifica su tiempo, trabajo y afectos para dedicarse a la oración. De modo que todo lo que era implícito en las demás formas de disponibilidad -es decir la apertura a Dios-, halla su concretización en la oración, pues ésta concede al hombre la confianza de alcanzar todo lo que desea.  

P. Giuseppe Morosini O.M.

 7 de Septiembre de 2016

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